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PLAZA DE LA SOLEDAD

PLAZA DE LA SOLEDAD

POR ANDRES VELA

Plaza de la Soledad es una irrupción en el mundo del cine desde un terreno que no le es tan ajeno, para sacudir, despojar de sus polillas, tanto al cine como a todas las miradas que se pretenden documentales en nuestro país. Es un tránsito feliz el que Maya Goded da, sin dejar la lente, de una técnica a la otra; más aun, el que se haya internado en ese terreno tan ambivalente, escabroso y manoseado al mismo tiempo: la prostitución en los barrios bajos.

Dice el doctor Werner Wolfe que las obsesiones de un pueblo constituyen la cauda de sus temores. Si bien, desde el arte se ha abordado demasiado tanto la pobreza como el oficio más viejo del mundo, muchas de esas visitas son más bien saqueos, saqueos inconscientes y superficiales, que sólo prueban con la puntita de la lengua el vasto y, por tanto, complejo mundo que sólo atisban desde lejos.

Por fortuna Maya Goded ha reparado en lo profunda, terriblemente humano de ese paisaje. Esa es justamente la diferencia: no representan para ella un paisaje bello, es más bien la mujer que, al cuestionar su posición en éste México machista, indaga en ese espejo insondable que son las damas-personaje de la vida nocturna. Maya Goded, la artista, la investigadora, confronta al espectador para poder confrontarse a sí misma. Es una esteta en búsqueda de preguntas antes que de respuestas.

Y sin embargo, sabe bien lo que quiere, Plaza de la Soledad es claro ejemplo. El discurso-interrogante que nació de su contacto con las mujeres que se prostituyen en el barrio de La Merced, ha visto su paso de la fotografía al libro y del libro al video. Las motivaciones de Maya han madurado: no se trata sólo de sacar a flote la vida nocturna de éstas mujeres, sino de una exposición aún menos morbosa pero no menos valiosa: el lado afectivo. Ocurre que las mujeres aquí documentadas son mayores de 50 años, incluso pisan los 70. En sus propias palabras, Maya ha querido, sobre todo, desmitificar ése tabú de la abuelita asexuada, que ya no puede ni enamorarse, quizá porque entre otros, el cine mexicano la mitificó así.

De tal modo, gracias a los años de relación, Maya ilumina y permite que el espectador contemple esa región del alma que nunca termina de nutrirse. El gran logro de la fotógrafa es considerable: ha ido más allá de la -por desgracia- ya convención de mostrar a la prostituta pretendiendo un trabajo muy rompedor, mostrándola en un contexto deliberadamente obsceno y buscando la manipulación de sentimientos con historias patéticas, como hacen tantos fotógrafos limitados. No, Maya realmente las presenta como algo “humano, demasiado humano”: más allá del apetito vendedor de un artista programado, el deseo (a ratos satisfecho, a ratos no) de un ser humano que, como cualquier otro, no ha buscado sino ser feliz.

El conocimiento que Maya tiene de esas señoras y sus espacios es tal, que ha logrado con éxito pasar del blanco y negro al color, sin que personas y espacios pierdan un ápice de belleza: esa belleza que no es producto de la iluminación y el montaje, ni siquiera de la edición; una estética (antes que belleza) que resulta del confundirse con esa realidad sopesada en tantos shots.

 

Roberto Guillen

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