“La verdadera prueba de una inteligencia superior es poder conservar simultáneamente en la cabeza dos ideas opuestas, y seguir funcionando. Admitir por ejemplo que las cosas no tienen remedio y mantenerse sin embargo decidido a cambiarlas”
Scott Fitzgerald
@guillenwriter
Mientras placenteramente leía Mujeres de Tierra y Libertad – de Sandra Arenal- llegué a sentir en mis manos la encarnación de la Utopía: Donde 10 mujeres ofrendan sus vidas con el aroma zapatista de la tierra es de quien la trabaja.
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Pero más allá de dogmatismos y otras visiones reduccionistas, lo que me gustó del libro es la frescura desgarradora con que algunas de las entrevistadas se confiesan. Es decir, no nos encontramos ante un manual de propaganda comunistoide para maquillar lo que nunca será la lucha social : el confort de la mediocridad burocrática en que desembocan los ideales de todo movimiento social.
Así la potosina Lourdes nos abre el abanico de su impotencia:
Yo siento que como la mayoría de la gente ya tiene resuelto lo principal, que es la casa y los servicios, ahora sólo se mueven cuando les da la gana, a veces si y a veces no. Duele decirlo pero es la verdad. Yo estoy contenta porque a pesar de tantos hijos que tuve y ser tan pobre, mi marido y yo los sacamos adelante.
Lo único que me entristece es que nunca he podido ir de vacaciones a algún lado, ojalá algún día se me haga y vaya al mar a descansar por unos dos o tres días. Estoy un poco cansada.
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Nos encontramos ante el parte de guerra de una Utopía, donde inevitablemente flotan los sueños de Charles Fourier, Campanella y Raúl Ramos Zavala. Donde el espesor de la palabra “invasión”, cada vez que sale de los labios de Tierra y Libertad, espejea con aquella rebelión del anarquista Proudhon : La propiedad privada es un robo.
Las mujeres de Tierra y Libertad nos hablan de lágrimas, sudor y luto, pero con el tiempo se han convertido en las columnatas de una institución educativa que hoy brinda educación a la niñez regiomontana: los centros de educación y desarrollo infantil, conocidos como Cendis.
Así el parte de guerra de la comandanta Lupita me trae a la memoria a aquella expresión que un día leí en el periódico El País: en una guerra lo único seguro es absolutamente nada.
Colectivamente nos encontramos ante el triunfo de un movimiento social: posibilitar la educación de la comunidad. Pero mejor leamos el parte de guerra de la comandanta Lupita:
Desde un inicio, el movimiento atravesó por periodos muy difíciles. La represión estaba a la orden del día, las órdenes de aprehensión pendían sobre la cabeza de muchos de los cuadros dirigentes. Las condiciones de pobreza en las que vivíamos eran extremas. Muchos, por defender su lote, perdieron su empleo. La falta de servicios era causa de enfermedad y muerte de niños, adultos y ancianos. Desde entonces la atención médica y la educación fueron nuestras demandas prioritarias.
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“Señores, podemos estar jodidos, pero nunca desorganizados”, así nos hablaba Ignacio Del Valle, en el patio de su casa, mientras un grupo de activistas participábamos de un delicioso almuerzo con tortillas doraditas con lumbre de leña. Eramos un grupo de activistas provenientes de Guadalajara, que habíamos echo una escala en Atenco para pedir la solidaridad con un grupo de compañeros que se encontraban injustamente presos en el penal de Puente Grande, producto de la represión que se vivió el 28 de mayo del 2004. Porque el error de toda lucha social es la fragmentación de las organizaciones. Y su destino siempre será la derrota cuando no están dispuestos a pagar el precio de lo que significa la palabra ORGANIZACIÓN.
“Había una gran unidad: la escuela la hicimos con el trabajo de todos, los líderes junto con nosotros cargando botes de mezcla o blocs, lo que fuera; para el drenaje igual: todos juntos, todos enterregados y lodosos y comiendo de la misma comida”, expresa la señora Lourdes.
En la lucha social los vicios de la improvisación pueden ser mortales:
“La gente ya no cree en nada, hay apatía, pero también saben que sólo organizados somos fuertes y se puede hacer algo. Por eso, cuando se necesita resolver algún problema o conseguir para la comunidad, se organiza o sale en comisiones o marchas”, expresa la compañera Elvira.
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¿Qué harían sin mí cabrones? , es otra expresión que se me quedó clavada en el cerebro, como una antorcha que se niega a ser contenida en la fecha del 8 de marzo. Me refiero a Janet, aquella joven de 18 años que nos acompañó en nuestro periplo rumbo a la Ciudad de México para exigir la libertad de los presos en Puente Grande. Precisamente aquella tarde habíamos visitado al pintor César Naranjo en el penal para informarle que seguíamos en la lucha para lograr su libertad. Recuerdo que al salir del reclusorio nos encontramos con que teníamos hambre y no teníamos dinero. Y fue Janet quien de pronto se puso botear para juntar unos 300 pesos en el lapso de una media hora. Después se fue por unos pollos que devoramos como una horda de primitivos. Al vernos en pleno canibalismo estalló en una lúdica carcajada, para después rematar así: ¿qué harían sin mi cabrones?
Más allá del 8 de Marzo, conozcamos la voz de Martha:
Las mujeres andábamos en las comisiones y las gestiones ante el gobierno y en todo lo que se necesitara en Secretaría de Educación. Éramos las activistas principales, participábamos en las asambleas casi todos los días y también íbamos a dar apoyo a las otras invasiones que se dieron y que fueron muchas. Casi todos los días llegábamos tarde a la casa, después de andar desde la mañana en comisiones. Volvíamos a las seis o siete de la noche, a veces hasta las diez o más nos costó sangre porque muchas veces nos tuvimos que agarrar a moquetazos con los maridos que no nos querían abrir la puerta. Hubo a causa de eso muchas separaciones y hasta divorcios. La mayoría de los hombres entendieron, aunque tardaron mucho, que no andábamos de locas, que lo que hacíamos era bien importante para la comunidad; sin embargo algunos se fueron y ya no volvieron nunca.
Esa fue una lucha sólo de las mujeres, por sus espacios y por la libertad; no era consciente, o sea, no fue planeada, sino que se dio en la medida en que trabajábamos por el bien de la comunidad. Nos costó mucho, a algunas incluso su matrimonio, pero no estamos arrepentidas, lo hemos hablado muchas veces.
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Y la confesión de Antonia desentierra los sueños y encierros de Ricardo Flores Magón :
Aquellos fueron años de muchos sacrificios. Las que éramos muy activas, a nuestros hijos les dábamos de comer lonches de mortadela. Eso fue por muchos meses, ya que no teníamos tiempo para hacer comida, de tanta comisión, asamblea y tareas en que andábamos.
El perfume de la solidaridad que anida en Mujeres de Tierra y Libertad comprueba contemporiza con la verdad de Orwell:
La esperanza está en los de abajo…